17/7/09

VIVIR EL PRESENTE Y VIVIR EN LA PRESENCIA

Isidro Rikarte
Centro AUROBINDO

Vivir el presente
Se habla frecuentemente del gran poder que tiene sobre el desarrollo espiritual del ser humano el vivir el “ahora”, lo que implica actuar con plena conciencia en todos los momentos y circunstancias de nuestra vida. Este darse cuenta de que “como”, “camino”, “río” o “sufro”, va forjando en nosotros un “yo conciencia” capaz de observarse a sí mismo como actuante, es decir, “yo” soy el que realiza tal o cual acto. Además de darse cuenta de una acción determinada, el vivir el ahora requiere también que ese acto lo realizamos con plenitud, poniendo en él todo nuestro caudal de energía, inteligencia y afectividad cuando así lo requiera el acto o lo decidamos nosotros mismos.
Pero, esto, por sí solo, no constituye sino un ejercicio de concentración mental y de activación de nuestras facultades en pos de un objetivo determinado, pero esta mera concentración y activación no son un ejercicio espiritual. Como no lo es la investigación del científico firmemente absorto en su trabajo, que congrega toda su energía en el objeto de investigación de tal manera que puede abstraerse del tiempo y del espacio y de satisfacer temporalmente su necesidad de comer o dormir; tampoco lo es la concentración máxima que un deporte de riesgo requiere del individuo que lo practica, ya que depende su propia vida de tal concentración. Estos dos aspectos, concentración mental y activación de facultades, aun siendo imprescindibles para la realización espiritual, sólo indican un logro de desarrollo humano, poco frecuente en el actuar de nuestra vida cotidiana, pero que dista mucho de una conciencia espiritualizada.
El “yo conciencia” que se percata de cuanto realiza, siente o piensa está creando las condiciones idóneas para poder llegar la liberarse de sus automatismos y condicionamientos psicológicos, físicos, mentales y volitivos. Tal vez podría, llegado el caso, interponer distancia entre él y sus pensamientos, sentimientos y actuaciones, distancia imprescindible para llegar a descubrir las causas y mecanismos de tales automatismos y condicionamientos y poder así librarse de ellos. Pero por el simple hecho de darnos cuenta de lo que pensamos o de lo que estamos haciendo o sintiendo en cada momento, es decir, la sola conciencia en el “ahora”, no implica que nuestros pensamientos, sentimientos o acciones dejen de ser automáticos y dejen de estar condicionados por nuestro oscuro inconsciente o por energías sutiles a cuyo conocimiento no podemos acceder. Dicho de otro modo: entre darnos cuenta de lo erróneo de una actuación nuestra y no volver a realizarla, todavía hay un abismo. Porque ese “yo observador” o “yo conciencia” es un espectador cualificado de su propia vida, pero todavía no puede intervenir en ella. Sabe que algo no va bien, tiene conciencia de no ser él el dueño de sus actos, no se siente libre, sufre por ello, pero no conoce el medio para superar los obstáculos. Este espectador no tiene en sí mismo el poder transformador de su propia vida. Por tanto, el “yo conciencia” que se da cuenta podría permitirnos vivir en el “ahora”, vivir el presente en cada uno de nuestros actos; nos podría llevar hasta el umbral de su transformación, pero solamente “el yo conciencia” no nos permitirá cruzarlo, no transforma nuestras vidas y, mucho menos, las espiritualiza. Es del todo imprescindible, como ya hemos dicho, pero sólo es el primer peldaño de la larga escalera del camino espiritual.
Para la transformación de nuestras vidas es ineludible que haya una desidentificación entre nosotros y todo aquello que pensamos, sentimos o actuamos y que no forma parte de lo que somos. Una vez apendido que no somos todo cuanto pensamos, sentimos o hacemos puede iniciarse esta desidentificación y ya no nos valoraremos, percibiremos o formaremos una idea de nosotros mismos según el éxito o fracaso en nuestros objetivos, según nuestra posición social y económica o el estatus espiritual que nos adjudicamos, según el juicio que emiten sobre nosotros aquellos a los que amamos u odiamos o en virtud de cualquier otra cosa o experiencia interior o exterior que nos aleje de la vivencia verdadera de nuestro ser. Pero, ¿cuál es nuestro verdadero ser? Esta es la gran cuestión y su descubrimiento es la gran dificultad para rasgar el velo de nuestro falso ego identitario que intenta inponermos un falso yo en cada esquina y recoveco de nuestras vidas.
Para que exista esta distancia primero y la posterior desidentificación de la que hemos hablado, es necesario no sólo darnos cuenta de ese falso yo egóico que nace de las identificaciones erróneas que en parte hemos descrito, sino que es ineludible también comprender, interiorizar, integrar en nuestro interior una conciencia profunda de lo que verdaderamente somos. Es por esto que el importante logro de tomar conciencia de cuanto nos sucede, este “yo conciencia”, este vivir el “ahora” no puede, por sí solo, transformar nuestras vidas, porque está carente todavía de esta otra conciencia superior que denominaremos “yo esencia”.
Sólo la luz disipa la oscuridad. El hecho de darnos cuenta de la existencia de la oscuridad no nos trae la luz, pero sí nos permite aspirar a ella, desearla, e incluso intuirla. Partimos de una situación de identificación egóica con el placer, bienestar, riqueza, gloria, amistad o cualquier otro deseo en el que hayamos creído o hayamos sentido necesitar tanto que ha formado parte de nosotros mismos. Partimos de esa oscuridad y, como consecuencia de alguna circunstancia especial o de un proceso de maduración lento, se nos ha concedido la gracia de darnos cuenta de que el camino de esa ignorancia nos lleva al sufrimiento seguro. Se nos ha permitido intuir otro camino, pero todavía no sabemos bien cuál es; se nos ha dado vislumbrar otro polo de referencia, la existencia en algún lugar de nuestro interior, todavía recóndito, de una esencia más pura, de un ser no sufriente, de un centro de gozo interior aún muy remiso y tímido, de una entidad más trascendental en nosotros que no se quiebra con las circunstancias adversas, que no se descompone ante los avatares de la vida, de una médula quieta, silenciosa y profunda que a veces emerge incluso en medio de violentas tempestades.
Este es el inicio del surgimiento de esa conciencia del “yo esencia”, de nuestro verdadero yo. Es el comienzo, las primeras manifestaciones de nuestro yo central, de nuestro yo psíquico o alma, según los términos que cada uno prefiera.

Vivir en la Presencia

En tanto en cuanto va forjándose esta conciencia de cuál es nuestra verdadera esencia, se podrá ir revelando en nosotros ese ser genuino, ese ser psíquico, central, hasta el momento secreto para nosotros, que comienza a actuar en nuestras vidas y, más aún, que deberá ir gobernándolas poco a poco hasta acabar dirigiendo todos nuestros pensamientos, sentimientos y actos con total autoridad y dominio. Es un camino en general largo y dificultoso que lleva consigo la paulatina desintegración de nuestro ego en un proceso de continua purificación hasta de lo más sutil en nosotros.
Sólo se puede empezar a vivir en la Presencia desde esta alma emergente. Porque si de Presencia hablamos, no nos referimos a la presencia de nuestro ser pequeñito, titubeante, sufriente… que en algunos momentos cree controlar su vida mientras permanece adormecida la hiena voraz e implacable de sus impulsos, pasiones, temores... No, invocamos la Presencia de lo Trascendente, de lo Superior, de ese Ser Consciente, Omnipresente, Omniabarcante… Esta presencia que podemos llegar a percibir más real incluso que la realidad física que nos rodea. En esta Presencia descansamos, nos abandonamos, porque Ella dirige cuanto acontece fuera y dentro de nosotros; a esta Presencia nos consagramos, nos auto-ofrecemos, nos sometemos, porque no hay otra Verdad que Ella; en su Presencia actuamos no como autores de nuestras obras, sino como humilde instrumento, canal o cauce para la manifestación de Su Obra; en Ella confiamos, porque sabemos que cuanto nos suceda, aún la adversidad más dolorosa, será para favorecer nuestra evolución hacia un encuentro más profundo y una unión inquebrantable con la Divinidad de la que somos parte.
Es necesario primero formar esa conciencia individual de nuestro yo verdadero, porque el Espíritu, la Energía Suprema actuará sobre ella, sobre nuestro ser central o alma, purificándolo, elevándolo y obligándolo a emerger y expandirse a todos los ámbitos de nuestro ser. Podríamos decir que hay un doble movimiento: la necesaria formación de esa genuina conciencia individual primero, y la completa disolución de esa individualidad en la Presencia, sabedora aquella de que su verdadera identidad se alcanzará solamente en la fusión y unión completas con ese Ser Supremo del que emana la Presencia.